Nuestro Jardín de Juegos
Tenía unos 5 años cuando nos mudamos de nuestra casa de barrio a un departamento en una zona más poblada cerca del río, y todo cambió de repente, todo era nuevo y distinto. Era casi otra ciudad y otra forma de vivir a la que necesitaba acostumbrarme. Ahora, desde un sexto piso, conocía que el horizonte estaba mucho más lejos de lo que pensaba.

Aquel era un complejo de dos edificios y un gran patio interior con mucho césped, caminos de baldosas y una zona central en forma de rectángulo (también de baldosas de cemento) con dos largos bancos bajos de ladrillo y material a cada lado, algunos árboles incluyendo unos enormes pinos y muchos arbustos. Lo mejor de todo fue que a estos nuevos departamentos, a estrenar, se mudaron docenas de familias con sus hijos, los cuales pronto nos apropiamos de ese patio para convertirlo en nuestro jardín de juegos.

El jardín fue el punto de reunión y diversión todas las tardes hasta que se ponía el Sol, momento en el cual El Portero Sixto tenía que realizar su recorrida diaria para sacarnos de nuestros escondites y lograr que subiéramos a cenar. Eran largas horas durante las cuales jugábamos al fútbol, poliladron, a todos los tipos de mancha y hasta al rugby (o lo que interpretábamos de ese deporte), a la bolita, autos con cucharita en los largos caminitos de baldosas... en fin, a todos los juegos existentes o incluso a los que inventábamos. Si hasta fue la época en la que aparecieron en el país los primeros skates, cuando los llamábamos "patinetas" y eran alargados de un plástico duro, negros.

Pero los juegos duraron poco tiempo, tal vez un par de años. Sin dudas una eternidad en la mente de un niño, aunque demasiado breve visto a la distancia. Nunca supe bien qué pasó: sé que a causa de nuestra excitación y correteos constantes, el pasto sufría como si Atila el Huno hubiese cabalgado por ahí y debieron reemplazarlo más de una vez plantando nuevos bloques de césped, pero no creo que haya habido un motivo real por el cual casi de un día para el otro el jardín se despobló de chicos mientras las plantas lograban recuperar su esplendor.

Pasaron luego muchos años más, el comienzo de la escuela secundaria, leer muchos libros, dedicarme a la programación de las primeras computadoras hogareñas, otros pasatiempos lejos de los gritos y las corridas. Sin embargo siempre me pregunté por qué nunca más volvieron los niños a reclamar ese lugar, por qué si ese jardín cerrado podía darle a los chicos un espacio seguro al aire libre, los padres de nuevas generaciones no lo aprovechaban. Veía cada tanto a alguna mujer embarazada leyendo sentada en uno de los bancos, o a alguna pareja tomando mate una tarde, o a alguien tomando sol, pero ya no hubo más risas y el bullicio descontrolado que solamente los pequeños pueden generar.

Ahora entiendo que aquella época de diversión que vivimos en ese patio fue única, irrepetible, algo que perdieron para siempre sin saberlo quienes no llegaron a disfrutarlo; que aunque esperara incontables años jamás volvería a ver a ese jardín convertido en un lugar de juegos.

Y vivimos rodeados, sin darnos cuenta, de esos momentos mágicos que no sabemos reconocer cuando se nos presentan o no los valoramos justamente siendo como son tan especiales. Pero más importante aún es comprender que nunca es tarde para que todos los deseos insatisfechos o cualquier sueño que arrastramos desde que tenemos memoria, todas esas cosas puedan volverse realidad si verdaderamente nos proponemos hacerlas reales. No depende de nadie más, ni de un tiempo o lugar exactos. Cualquiera sea nuestro jardín de juegos deseado, puede estar ahí afuera para que lo reclamemos como propio.
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