La Voz de la Edad (Pasaje de Tren 3)
El tren había llegado muy lleno a Núñez esa mañana, aunque no era algo muy diferente a lo acostumbrado. Una particularidad es que aquel fue el día más frío en lo que iba del año. Costó subir al vagón luego de muchos empujones, pero cuando segundos antes de partir apareció una pequeña viejita diciendo "Por favor, ¡a ver si me hacen un lugarcito que soy chiquita y viajo nada más hasta Belgrano!", entonces no pudimos dejar de apretujarnos un poco más para hacerle espacio.

Notamos inmediatamente que era la típica persona habladora que no puede evitar charlar de lo que sea con cualquier desconocido que tenga al lado. Una chica a su derecha fue la primera víctima de los pertinentes comentarios sobre el clima. Me quité los auriculares de los oídos sabiendo que no iba a poder escapar de la conversación. Luego de mirar al muchacho a su izquierda que llevaba un gorro de lana se dirigió a mí diciendo "Vos también deberías usar un gorro para cubrirte la cabeza", a lo que respondí brevemente "Sí, es verdad, debería conseguir uno".

Aunque no iba a concluir tan rápido. Como estaba frente a ella me subió el cuello y el cierre del abrigo bien hasta arriba como haría una madre diciendo "¿Ves? Así está mejor para protegerte del frío", a lo que respondí en mi defensa "Claro, pero como vivo cerca de la estación no hacía tanta falta". Fue inútil porque ya no escuchaba mis argumentos (como haría una madre). De todas formas mi participación estaba cumplida y volvió a dirigirse al muchacho del gorro: "Vos estás muy callado" le reprochó con la dura gentileza de su edad.

Recordé en ese momento que yo siempre fui muy tímido hasta el punto de ser demasiado introvertido incluso con las personas con las que trato todos los días, y es algo que ni la adultez pudo remediar. Pero siendo un chico y luego un adolescente disimulaba el problema con una extraña filosofía. Me repetía "Estos son años para escuchar y aprender, ya habrá tiempo para hablar más adelante", convencido de que creciendo en silencio, leyendo tantos libros y estudiando montañas de datos de enciclopedias, brillaría en el futuro demostrando al mundo mi conocimiento.

Claro que el conocimiento no es sabiduría. Aunque uno puede considerarse bastante entendido y sorprender a los demás al contestar sin problemas oscuras preguntas de concursos, eso no sirve de mucho cuando lo que se necesita es comunicarse con los otros. Tampoco voy a ser tan severo con quienes poseemos una personalidad abstraída. Si disfrutamos al estar solos con nuestros pensamientos, posiblemente haya poco que hacer para cambiarnos. Sin embargo, me pregunto si habrá un momento en el cual se despierta en las personas la necesidad de trascender, la urgencia de aprovechar cada segundo para dejar nuestra marca.

Entonces buscamos cumplir con la vieja fórmula de la permanencia: tener un hijo, plantar un árbol, escribir un libro. Y algunos como yo insisten en poner por escrito sus pensamientos luchando con sus limitaciones, con el sueño final de publicar algo algún día. Pero también existen las formas más sencillas, al alcance de la mano, de contagiarnos en los demás, y es cuando la sabiduría del tiempo, la voz de la edad aparece tan natural en aquellos que ya recorrieron un largo camino.

Y lo mejor que podemos hacer es abrir bien los oídos y escuchar lo que tienen para decirnos. Porque todos tenemos una historia, porque todos tenemos un tiempo para revivir las de los otros y un tiempo para contar la nuestra.

Cuando por fin llegamos con el tren a la estación Belgrano, la viejita dijo: "¿Ven? Al final se hizo espacio, ¡y hasta puedo dar vueltas!" mientras giraba sobre su eje como si danzara. Las puertas se abrieron y nos dejó un "¡Que tengan un buen día!" a todos, alejándose feliz por el andén en aquella fría mañana.
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