El Paraguas Roto
     Andrés se despertó una mañana sin abrir los ojos, con pocas ganas de salir de la cama y afrontar un nuevo cumpleaños. No lo preocupaba tanto el paso del tiempo ni tener que sumar un año más a la edad que todos le preguntarían, lo que lo abrumaba era ser el centro de atención por 24 horas. Y es extraño porque por otro lado tenía la sospecha muy profunda de que el universo entero que lo rodeaba existía únicamente para él.

     Pero en ese mundo donde actuaba de protagonista y el resto de las personas de actores secundarios, él de alguna forma era solamente un ser mediocre que no sobresalía por nada en particular y que transitaba la vida sin dejar huella o proyectar siquiera alguna sombra. Sentía que siempre llegaba tarde a todo, un niño inocente cuando los demás ya eran adolescentes, un adolescente eterno cuando alrededor solo había adultos maduros. También creía que cualquier iniciativa que desarrollara apenas si lograría alcanzar un fugaz momento de éxito, porque incluso aunque tuviera un resultado brillante no sería más que un desempeño del montón: siempre habría personas más inteligentes o más hábiles, con más dedicación o que sabían cómo los lazos sociales funcionaban y destacaban sin esfuerzo. Hasta que un día simplemente dejó de intentar.

     Era el centro de un mundo donde apenas si existía.

     Su universo personal sonreía regalándole un nuevo cumpleaños, como si fuera una broma cruel otorgarle más tiempo que no se invertiría en nada útil. Andrés sospechaba, incluso, que el dios que lo había erigido Rey de Todas las Cosas le había concedido mil vidas de gato para que sobreviviera igual número de muertes hasta llegar a convertirse en el futuro en el monarca más longevo sobre una tierra desierta. Llegaba tan tarde a todo que imaginaba hasta a la vejez misma olvidándolo, o tal vez ignorándolo como a una estatua inerte. Una burla, sin dudas, que no lograba entender cómo había llegado a merecer.

     Esa misma mañana de cumpleaños Andrés se vio obligado a salir de su casa, pero una terrible tormenta lo hizo dudar. Le dio muchas vueltas al asunto hasta que finalmente no tuvo otra opción que tomar su viejo paraguas y afrontar la calle. Caminó muchas cuadras y el viento lo sacudió en cada esquina. Su paraguas lo escudó pero luego se dobló, tironeó de su mano y las varillas se combaron hacia fuera. Al regresar a su hogar horas después, bastante empapado y malhumorado, comprobó con pesar que el paraguas se había roto más allá de cualquier arreglo posible. No debería haberse sentido tan mal por ese objeto, pero no podía dejar de pensar en todo el tiempo que lo había tenido a su lado, siempre a mano ante cualquier emergencia. Sin embargo, se dio cuenta a continuación de que aunque hacía ya muchos, muchos años que lo había comprado, nunca hasta ese día le había dado realmente uso.

     Reflexionó, entonces, sobre su larga vida como paraguas. Calculó cuánto tiempo había estado colgado mientras los cielos afuera eran azules y el sol brillaba. Resultaba sencillo ser valiente cuando no había ningún peligro en el horizonte. Se preguntaba si su eternidad no se debía al conformismo de no arriesgarse a atravesar el mal tiempo por miedo a romperse. Entendió que la medida de su calidad y su valor era el poder de sobrellevar muchas tormentas, y que de nada servía yacer en un rincón junto a la puerta sin ninguna esperanza de cruzarla.

     Soñó esa noche sin saber bien si era una persona o un paraguas. Soñó que ya era el día siguiente a su cumpleaños y no importaba si era el único protagonista de su universo porque había sido olvidado nuevamente; pero eso no era necesariamente algo malo: tenía su libertad para elegir qué camino tomar a continuación, y sus hombros no cargaban ningún peso. Soñó que el sol se estaba poniendo en un atardecer y pincelaba una larga línea dorada y rojiza en el horizonte mientras que sobre su cabeza avanzaban furiosas las oscuras nubes amenazantes. Nada de eso importaba ni aún cuando el terrible viento intentaba arrancarlo de sus raíces, ni cuando llegó la lluvia, ni cuando cayeron cerca los rayos con explosiones ensordecedoras, porque por fin se enfrentaba sin temor a la tormenta en lugar de ocultarse y sonreía al cielo que se desplomaba encima. No importó tampoco haber resultado herido y roto al final si de aquellas heridas y cortes parecía brotar todo lo que había llevado escondido por tanto tiempo. No importaba nada si esa era su única tormenta y no había nada después, porque era infinitamente mejor haber batallado y caído al fin bajo la lluvia que no haberla conocido nunca.

     Andrés despertó a la mañana siguiente con los ojos bien abiertos y una sonrisa. Despertó sintiendo que estaba roto más allá de cualquier arreglo posible, pero no importaba. Ansiaba cruzarse con la siguiente tormenta.


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