Una Vida Mejor
Todos los días Enrique Mario Felipe Gómez seguía una misma rutina, según se podía leer con gran detalle en su diario personal, y que se repetiría una y otra vez casi sin cambios durante largos meses que parecían no avanzar (como suele suceder con la percepción del tiempo que tienen los niños).

Quique se despertaba tal vez demasiado temprano para un chico de su edad y leía su revista de textos de fantasía mientras desayunaba apenas con un té bien dulce en el cual remojaba pan duro del día anterior. Más tarde ayudaba en las tareas de la casa, incluso a preparar la comida de sus hermanos ya que sus padres salían a trabajar. Él partía hacia la escuela con tiempo de sobra (cursaba a la tarde) para poder jugar antes un rato a la pelota con sus compañeros. Al volver miraba algo de tele, hacía la tarea y consideraba que su día estaba perdido si no llegaba a terminar un dibujo de una nave espacial o a escribir una carilla entera de un cuento. A la noche se acostaba sin sueño pero mientras se dormía repasaba mentalmente algunos temas científicos que había aprendido y le resultaban apasionantes.

Ah, pero había algo más dentro de su rutina diaria, una acción tan vacía y sin sentido que no solía prestarle ninguna atención. Cada mediodía, luego de la formación en el patio de la escuela, todos los alumnos, maestros, el personal administrativo y el de mantenimiento se disponían en una fila e iban pasando uno a uno frente a la terminal de La Máquina. Todos tenían una única oportunidad cada día de activar el aparato, ya sea en su lugar de aprendizaje, o en su trabajo, o en puestos dedicados específicamente a esta tarea. Grandes y chicos, cada ciudadano con vida tenía su chance de ganar una vida mejor.

Una tarde de invierno cualquiera, solo ocupaba la mente de Enrique el pensamiento de que hacía demasiado frío como para estar esperando en el patio, y se arrepentía de haber comido solamente una manzana de almuerzo mientras salía apurado. Cuando llegó su turno activó sin vueltas el dispositivo y con indiferencia apretó el paso encaminándose hacia el calor del aula. Recién al escuchar el griterío a su alrededor se sobresaltó en su marcha y cayó en cuenta de que aquel mecanismo lo había bendecido, entre todos, justamente a él en ese día.

Muy poco recordaría más tarde de lo que ocurrió a continuación: cientos de personas lo rodearon, alegres, cantando su nombre y levantándolo sobre sus cabezas. Lo pasearon un buen trecho hasta que la Directora logró arrancárselo a la masa y lo llevó a su oficina. Allí fue todo lo contrario, porque la mujer lo dejó solo y en silencio, sentado en una vieja silla de roble pesado demasiado grande para él, con unas palabras que retumbaron largos segundos en sus oídos: "Quiquito, quedate acá un rato tranquilito mientras llamo a tus padres para contarles la noticia y que vengan a buscarte. ¡Podés disfrutar entretanto y pensar todo lo que harás con tu vida mejor!"

El niño se quedó con la voz de la Directora dando vueltas en su cerebro, todavía mareado y sin entender del todo lo que había pasado. Permaneció pensativo sin saber plenamente lo que significaba tener otra vida. Seguramente habría nuevos juguetes a su disposición y actividades divertidas para hacer que hoy ni podía imaginarse, pero aquellas cosas desconocidas no le causaban ninguna inquietud. ¿Qué había de malo en su vida actual si tenía todo lo que quería?

Por otro lado, tal vez en un día lejano, ya siendo un hombre viejo, podría llegar a arrepentirse de la vida vivida al punto de maldecir los momentos en que cometió cada uno de sus errores, y con un llanto desesperado culpar al mundo pidiendo a los gritos una oportunidad para rehacer lo hecho mal en la forma de una vida mejor. Pero Enrique era todavía muy joven con mucho tiempo aún para equivocarse. ¿Por qué querría volver a transitar en forma distinta un camino que no había siquiera trazado?

Cuando su padre lo recogió más tarde las preguntas seguían sin respuestas. El hombre lo tomó de la mano sin decir muchas palabras y volvieron juntos a su hogar. En su mirada se notaba la felicidad que sentía por su hijo aunque no la exteriorizara en demasía, como si para él fuera algo obvio que la dicha que debía sentir era únicamente un reflejo de la que sentía el pequeño. Pero Quique veía algo más en sus ojos: un atisbo de tristeza o más bien de angustia. Pensando un rato largo sobre qué inquietaba a su padre se dio cuenta de pronto de qué es lo que necesitaba.

Si no quería nada para el presente ni tenía un pasado que reescribir, lo único que convenía a Enrique era asegurarse un buen futuro. Y es allí donde encontró un significado a lo que siempre había visto en la mirada de su padre: la preocupación de aquello desconocido que estaba por venir y que a pesar de cualquier previsión que pudiera haber realizado siempre estaría fuera de su control. Pero la angustia que sentía su padre no era por sí mismo sino por su hijo.

El pequeño niño que veía hacia adelante sin ansiedad o apuro por crecer y cuya alegría no conocía el egoísmo ni dependía de ambiciones desesperadas, entendió ese día que hay algo más complejo que desear, aspirar, anhelar, soñar, rogar, pelear, elegir, planificar, construir o ganar una vida mejor. Lo más difícil es enfrentar el miedo que nos paraliza cuando lo que depende de nosotros no es nuestra propia vida sino el futuro sin escribir y finalmente la felicidad de alguien amado.

Quique entendió aquella tarde que las oportunidades no se consiguen a través de una máquina sino desde las decisiones que tomamos a cada paso. Entendió la importancia de los lazos invisibles, que a veces son finos hilos a punto de romperse pero que siempre estarán para sostenernos y ser parte del tejido más grande que elaboramos con esfuerzo. Entendió el significado de la responsabilidad y supo ciertamente que una vida mejor empieza y termina en uno mismo.

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