
Subo al crucero del destino. Atravesamos un mar negro sin costas a la vista. Hay solo oscuridad alrededor, las estrellas se reflejan sobre el agua y las llamas furiosas nos hacen parecer una antorcha en el medio de la noche. Los gritos alteran los nervios y erizan la piel, aguijoneando las cabezas y nublando los pensamientos. Los botes desaparecen ya en todas direcciones. Muchas personas quedaron a bordo sin poder escapar del humo, el fuego y las explosiones, cuando al fin el barco se inclina y desaparece dejando solo sombras y unos pocos puntos de luz en el cielo y el mar.
Subo al auto del destino. Apenas el Sol se eleva sobre el horizonte y los restos retorcidos de los vehículos se recortan como negros fantasmas contra el nuevo día, humeantes, chirriando quedamente al enfriarse. Hace frío en la mañana de la ruta solitaria, aún falta mucho para que los primeros viajeros se acerquen cautelosamente al ver desde lejos la humareda cubriendo el camino, movida por una brisa suave. Se apurarán luego con la esperanza de que todavía quede algo por hacer. Pero ya todo estará hecho.

Subo al tren del destino cada día con el íntimo deseo de que el simple acto de estar ahí sirva para dejar una huella, para que puedan los que me rodean vivir felices y despreocupados porque, sin saberlo, tienen la seguridad de estar conmigo. Llego al fin del camino sano y salvo pensando, con una sonrisa en los labios, que pude nuevamente evitar una tragedia. Nunca estoy seguro de que haya sido mi existencia la que generó semejante hazaña, es más: estoy casi convencido de ser otro prescindible del montón. Sin embargo, y aunque me levanto cada mañana fastidiado por tener que hacer un nuevo viaje, me imagino vistiendo el traje de héroe para cumplir mi misión de salvar más vidas. Hasta ahora tuve éxito, ¿quién sabe?
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