
Ese fue el descubrimiento que me sorprendió en una noche de verano como cualquier otra. Cuando nos pasa algo así comenzamos a estar constantemente pendientes de nuestro corazón. Llegué a notar, poco tiempo después, que durante el día experimentaba otras sensaciones, empezando con una opresión, una brusca ansiedad como el pecho cerrado y la necesidad de respirar profundamente y exhalar en un suspiro continuo sin fin, esperando que vuelva el motor interior a retumbar con furia cual si nunca antes hubiera latido.
Pasaron semanas llenas de latidos que no fueron y de pulmones repentinamente vacíos de aire. En la clínica médica los doctores lo tomaron seriamente a pesar de que los controles de rutina no mostraron nada. Me retuvieron una tarde por más de dos horas para realizar una serie compleja de pruebas, porque no podían dejarme salir a la calle hasta estar seguros. Pero aún esperando lo peor, para mi sorpresa me dijeron que ya con los resultados podían afirmar que no tenía nada fuera de lo común.

Cuando el corazón no late es un instante donde todo es silencio, como si el mundo se detuviera sin preguntarnos pero esperara luego una señal, un parpadeo, para continuar su movimiento. En noches así uno se cuestiona por qué las cosas suceden de una forma tan desafortunada e impensada. ¿Por qué el corazón ya no quiere latir? ¿Por qué el pecho ya no quiere respirar?
A veces, en una noche de verano, nos sorprende alguien invisible susurrándonos al oído una verdad que ya conocíamos en nuestro interior pero no queríamos reconocer abiertamente: el reproche de que no hemos hecho lo suficiente para cambiar las cosas, la advertencia de que algo se rompió definitivamente sin posibilidad de repararse, el castigo que nos acompañará de aquí en más cada minuto de nuestra vida obligándonos a intentar sobrevivir con un corazón que no late.
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